Las transformaciones que por estos días estamos viviendo derivadas del Covid 19 pusieron en blanco sobre negro viejos problemas de nuestra vida pública. Me interesa detenerme en la cuestión de las prisiones, porque en medio del predominio del debate sobre el confinamiento, se coló en la agenda la discusión sobre que hacer con los detenidos. Me interesa solamente plantear dos cosas que subyacen a la primera aproximación al tema que es, obviamente, el dilema moral ¿es justo que fulano recupere la libertad? La primera tiene que ver con la necesidad de resolver los crónicos problemas de las prisiones. La segunda se relaciona con la forma del castigo estatal propiamente dicho.

De acuerdo con el artículo 18 de la Constitución Nacional “las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice” Es obvio que esta premisa básica cruje en la República Argentina.

Las cárceles permanecen hacinadas. Hay problemas con el alimento, la seguridad y la salud de los presos. A la par, el Estado se debe una reflexión sobre el Servicio Penitenciario. Para colmo de males, en los últimos tiempos se agudizó esa vieja práctica de un sector de la justicia que naturalizó el uso de la prisión preventiva como pena anticipada. Pero el temblor del coronavirus quitó algo de polvo al artículo 18 de la Constitución y nos recordó que uno de los deberes irrenunciables del Estado republicano se inscribe en una ética del cuidado para los detenidos, porque como dice el 18, los presos no pueden tener otra mortificación que la condena.

Esa ética del cuidado se incrementa para el caso de los que sufren la prisión preventiva, porque es una medida excepcionalísima para una República que se alimenta, precisamente, de extender los derechos y no de recortarlos. Esto no significa una automática liberación de los presos. Solamente se trata de una apuesta a la letra de la Constitución y a la creatividad. El estado tiene el monopolio legítimo de la fuerza. Por ello, posee chances infinitas de hacer cumplir sus políticas públicas judiciales. El encierro carcelario es una de ellas, más no la única.

El otro tema que la pandemia arrojó sobre la mesa es del castigo. El castigo, en una República, es algo más que encerrar. Supone una rendición de cuentas de un ciudadano con respecto a sus pares. Ocurre como consecuencia de la violación de una ley, luego de un juicio. La idea de la República es que ese ciudadano sea interpelado legalmente pero también en términos morales por parte de la sociedad de la que él es parte. El objetivo normativo tiene que ver con la reincorporación de ese ciudadano a la sociedad que lo juzgó a través del sistema judicial.

La pregunta salta a la vista ¿El castigo penal cumple el fin de la República o convierte a los sujetos en objetos que se apilan en las prisiones por el tiempo que establece la justicia? La información pública disponible revela que el castigo en nuestro país funciona como una suerte de cadena de montaje fordista. El aparato estatal esta demasiado lejos del paradigma republicano que escogió la constitución. El Covid 19, aunque por una cuestión sanitaria, puso de manifiesto con crudeza el problema del castigo para el gran público.  Y es el público, el titular del poder político, quien debe participar y reflexionar directamente o a través de sus representantes como hacer para acercarnos al artículo 18 de la Constitución Nacional.

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